Es maravilloso poder conectarse con algo más grande que nosotros mismos. A través de la historia civilizada, hemos utilizado a Dios, el amor a nuestra patria, la competencia, la acumulación de riqueza y otras insignias, tanto tangibles como abstractas, para poder ligar a ellas nuestras creencias en busca de significados que den energía al viaje que es nuestra vida.
Así fue que me encontré en el campamento Nueva España, el cual se puede considerar como un cuartel de eco-cazadores, enclavado en la selva viviente de Yucatán. Nuevo España era el nombre del lago, habitado por cocodrilos, alrededor del cual estaban montadas nuestras tiendas.
Tuve la grandísima fortuna de pasar un corto tiempo en medio de un proyecto que abrazó, en su contexto más general, nada menos que la conservación del mundo natural. Gracias al buen corazón y arduo trabajo de la gente involucrada en él, la expedición que compartimos fue un enorme éxito, sin mencionar la increíble experiencia que significó tan sólo ser parte de ella.
Durante más de una semana, en compañía de hombres y mujeres que llegué a admirar enormemente, visité ruinas mayas con eminentes arqueólogos como guías, caminé rápidamente por la selva con veteranos cazadores de caza mayor para rastrear un jaguar silvestre —no para matarlo, sino para ponerle un collar radiotransmisor— y visité el ejido de Caobas, una comunidad de unos mil habitantes que vive de la tierra y que lucha por sobrevivir del bosque tropical sin destruirlo.
Llegamos a Caobas para promover una idea sobre recursos sustentables y manejo de vida silvestre, conceptos que conllevan la promesa de un futuro mejor para los ejidatarios y sus futuras generaciones.
Como resultado de ello, no podía haber escrito una reseña ficticia de las actividades de la semana, que fuera la mitad de fascinante de como lo fue la verdadera historia.
Fui invitado a la expedición de rastreo del jaguar por la productora Denise Rocco, como el escritor de campo del programa de Internet de One World Journeys (OWJ). La meta era mandar una señal diaria vía satélite con el informe completo de nuestras actividades del evento de 10 días de duración, para su inmediata difusión a través del sitio de OWJ (véalo en la dirección www.oneworldjourneys.com).
Nuestro viaje comenzó con Eugenia Pallares (Directora General de JC). Fuimos llevados al antiguo corazón de las ciudades-estado mayas de Calakmul y Becán por nuestros anfitriones, los arqueólogos Ramón Carrasco y Luz Evelia Campaña, quienes nos introdujeron a un mundo misterioso que vive de nuevo en ciudades de piedra entre sombras y el sol, esculpidas de la jungla viviente.
Los viajes mayas abrieron nuestros corazones y mentes a la rica herencia de la gloriosa historia de México. Cuando llegamos al campamento Nueva España para comenzar nuestra búsqueda del jaguar, llevaba ya una nueva opinión sobre esta maravillosa tierra más allá de nuestra frontera sur, que no conocía tan bien como creía.
Guiados por el equipo de rastreo Antonio “Tony” Rivera y su socio por 20 años —el veloz rastreador-explorador—, el guía mayor Francisco “Pancho” Zavala, nuestro equipo de conservacionistas, científicos, arqueólogos, periodistas y lugareños, emprendió la marcha una fresca mañana para rastrear y poner un collar radiotransmisor al primer jaguar que se encontrara en la nueva área de estudio, la selva tropical alrededor de la cercana población de Caobas.
Avanzamos por un camino de tierra de 22 kilómetros, de un solo carril, diseñado en círculo en medio de la selva sin conquistar. A medio camino nos detuvimos intempestivamente. Una de las carnadas había desaparecido en la noche —inesperadas buenas noticias en este primer día. Pancho examinó las huellas detenidamente, mientras los sabuesos aullaban y tiraban de sus correas. Sonrío. Había huellas de garras —lo que significaba un jaguar.
Pancho asintió. Tony dio la voz. Soltaron a los perros, que fueron seguidos en su loca carrera por los rastreadores locales y luego por nosotros que brincábamos fuera de los camiones, en lo que resultó ser una larga marcha a través de kilómetros de maleza yucateca.
Contra toda predicción, a tres horas de que Tony y Pancho soltaran a los sabuesos, éstos habían arrinconado a un jaguar hembra de 75 libras —¡vaya buena suerte!
Se hizo un silencio en el grupo, que momentos antes corría agitadamente por la espesa maleza, todos ansiosos por ver al felino y cuidando de no pisar alguna serpiente venenosa o de no tropezarse con la vegetación.
Y de pronto ahí estaba ella, perseguida hasta un árbol donde esperaba ocultarse tras un escudo de hojas alumbrado por el sol. Me moví para hallar un hueco entre las hojas y así poder verla mejor, mientras Cuauhtémoc Chávez, biólogo del proyecto, calculaba la cantidad de tranquilizante que debía poner en el dardo del rifle.
Un hueco en las hojas… y de pronto dos ojos dorados fijos, sin parpadear, en los míos. ¿Cómo describir ese momento mágico? Sólo pude quedarme de pie, observando maravillado. Le hablé en mi mente: “Eres tan bella. No queremos lastimarte. No temas”. Me pregunté qué tipo de criaturas pensaba ella que éramos y cuáles creía que eran nuestras intenciones.
En un minuto, ¡pop!, el dardo fue disparado. Ella retrocedió al darle éste en su flanco izquierdo. No hubo más que silencio por un minuto o dos. Entonces, en lo que dos lugareños sacudían las ramas para obligarla a bajar y evitar así que pudiera caer y lastimarse, ella brincó y se alejó con un trote errático. La dosis del tranquilizante no había sido suficiente para dormirla.
“Ésta es la manera de hacerlo”, dijo Carlos Manterola mientras nos apurábamos a seguirla de nuevo. “Demasiada ketamina podría detener su corazón”. Un par de kilómetros más y la volvimos a encontrar, jadeando y echada en el suelo por los efectos de un segundo dardo. En un lapso de media hora, habían examinado, tratado y puesto el collar al jaguar.
Cuando llegó el momento de irnos, Pancho soltó la soga que le sujetaba las garras. El jaguar, con la respiración todavía forzada por los efectos de la droga, nos miró uno a uno, con ojos, aunque vidriosos, grandes y luminosos. Quizá estaba valorando sus posibilidades de escape. Quizá también sentía curiosidad. A través del abismo del entendimiento, miramos hacia atrás, hipnotizados por su extraña belleza, conmovidos por el poder de su fuerza vital. Ella se levantó, dio dos pasos y volvió a caer al suelo. Los flashes de las cámaras brillaron. Corrió el video. Las cintas de audio se echaron a andar.
Se incorporó de nuevo, caminando en zigzag y alejándose de nosotros, mirando, siempre mirando sobre su hombro, antes de caer otra vez al suelo. En cinco minutos pudo avanzar escasos 10 metros. Después, recuperando sus fuerzas, lo intentó de nuevo, para finalmente desaparecer en la verde selva. Pocos momentos en mi vida podrán compararse con la emoción que sentí en ese momento. Había podido sentir el latido del corazón de la naturaleza.
El haber tenido una victoria tan importante al colocar con éxito un collar radiotransmisor durante el primer día, en un territorio todavía nuevo, resulto ser un buen presagio.